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sábado, 20 de mayo de 2023

Tibidabo (previsualización)


















































Primera edición: julio 2022

Depósito legal: AL 1577-2022

ISBN: 978-84-1137-904-5

Impresión y encuadernación: Editorial Círculo Rojo

© Del texto: Germán Arribas Ripoll
© Maquetación y diseño: Equipo de Editorial Círculo Rojo 
© De la ilustración en la cubierta: José Luis Galiano

Editorial Círculo Rojo www.editorialcirculorojo.com info@editorialcirculorojo.com

Impreso en España — Printed in Spain

Editorial Círculo Rojo apoya la creación artística y la protección del copyright. Queda totalmente prohibida la reproducción, escaneo o distribución de esta obra por cualquier medio o canal sin permiso expreso tanto de autor como de editor, bajo la sanción establecida por la legislación.

Círculo Rojo no se hace responsable del contenido de la obra y/o de las opiniones que el autor manifieste en ella.

El papel utilizado para imprimir este libro es 100% libre de cloro y por tanto, ecológico.












Agradecimientos



A Galiano, por su portada.
































Dedicatoria al lector




Tú no estás ahí mientras escribo estas palabras. Lo estarás cuando las leas, suponiendo que lo hagas. Para entonces yo no sé dónde estaré. Quizás ni siquiera esté. Pero no importa: esta novela fue escrita para ti, lector. Las palabras sirven para que las personas puedan conectar, y una novela no deja de ser un montón de palabras. Es una manera como otra de conocerse. Tal vez incluso nos llevemos bien. Aunque eso ahora mismo no lo podemos saber: tú todavía no estás ahí, y yo, la verdad, no tengo muy claro dónde estoy ni en qué momento.



































Prefacio del autor




Comencé a escribir esta novela en agosto del 2020 y la di por finalizada a mediados de junio del 2021, en plena campaña de vacunación contra el COVID-19 y mientras se iban aflojando ya paulatinamente las restricciones que han mantenido a raya el contagio.

    Desde que empezó la pandemia, he podido observar que el pasado ha aprovechado para asomarse y que nos hemos puesto a recordar, algo más de la cuenta, tiempos en los que todo parecía más fácil y en los que nosotros mismos éramos también más jóvenes. Como si nos hubiésemos girado un momento para echar un último vistazo al mundo que dejamos atrás antes de retomar nuestro improvisado viaje hacia no se sabe dónde.

    El verano pasado tuve una conversación al respecto con una amiga mientras nos tomábamos un refresco en una terraza con vistas al mar. Solemos quedar de tanto en tanto y nos ponemos al día de nuestras cosas. Le comenté lo que acabo de decir acerca del pasado y ella dijo que mucha gente se había puesto nostálgica desde el confinamiento de marzo del 2020. Convenimos en que las cosas ya no son lo que eran, si bien es cierto que las cosas nunca han sido lo que previamente fueron. Y entonces le conté lo siguiente:

    —El otro día vi a un grupo de chavales bastante jóvenes en una plaza. A pesar de estar juntos, cada cual miraba la pantallita de su móvil mientras chateaban con los dedos; y recordé cuando a su edad nos sentábamos los colegas en un banco del parque, hablando y comiendo pipas. Me di cuenta de que el móvil ha sustituido a las pipas.

    Mi amiga percibió cierta nostalgia en mis palabras y dijo algo que parecía bastante sensato:

    —Hay cosas que se han ganado y otras que se han perdido. Pero no me digas que no vivimos mejor que antes.

    —En los ochenta yo era un adolescente. Supongo que me he quedado con una selección de recuerdos de entonces que me resultan gratos, olvidándome de todo lo demás. Ahora bien, yo creo que fue una época joven y que tuvieron una chispa que no he vuelto a ver después. Me imagino que tuvo que ver con la muerte de Franco: todo se volvió de pronto más alegre, con más vida... No sé, ojalá Franco se muriese más a menudo.

    A mi amiga le gustó la última frase y añadió:

    —En los ochenta yo era demasiado niña. Lo que sí recuerdo con el encanto de la adolescencia son los noventa.

    Seguimos un rato sin decirnos nada, mientras sorbíamos nuestras bebidas y mirábamos a la gente pasar con mascarilla como si se tratara de un extraño cuadro de Magritte. Le propuse comprarnos una bolsa de pipas en un estanco que quedaba cerca y continuar la conversación en un parque. Ella aceptó la invitación y nos sentamos en un banco, charlando mientras comíamos las pipas y tirábamos las cáscaras al suelo.

    Después de despedirnos, me fui caminando hacia casa con la mascarilla puesta y sin dejar de pensar en lo que habíamos hablado.

    En esas circunstancias empecé a imaginarme la novela. La hice suceder en los años ochenta del pasado siglo en Barcelona, no como un ejercicio retro ni nostálgico, sino porque me parece que aquellos años nunca se fueron del todo y siguen estando todavía un poco por aquí. O quizás hayan vuelto un momento para poderse despedir.

Castelldefels, 10 de septiembre de 2021.

G. A.














Citas


And thereupon we all entered the cave. It was a large, airy place, with a little spring and a pool of clear water, overhung with ferns. The floor was sand. Before a big fire lay Captain Smollett; and in a far corner, only duskily flickered over by the blaze, I beheld great heaps of coin and quadrilaterals built of bars of gold. That was Flint’s treasure that we had come so far to seek and that had cost already the lives of seventeen men from the HISPANIOLA. How many it had cost in the amassing, what blood and sorrow, what good ships scuttled on the deep, what brave men walking the plank blindfold, what shot of cannon, what shame and lies and cruelty, perhaps no man alive could tell. Yet there were still three upon that island —Silver, and old Morgan, and Ben Gunn— who had each taken his share in these crimes, as each had hoped in vain to share in the reward.

ROBERT LOUIS STEVENSON, Treasure Island




    Y entonces entramos todos en la cueva. Era un lugar espacioso y ventilado, con un pequeño manantial y una represa de agua cristalina rodeada de helechos. El suelo era de arena. Delante de un gran fuego descansaba tendido el capitán Smollett; y en un rincón al fondo, débilmente iluminado por el parpadeante resplandor de las llamas, contemplé grandes montones de monedas y pilas de lingotes de oro. Aquel era el tesoro de Flint que desde tan lejos habíamos venido a buscar, y que ya había costado las vidas de diecisiete hombres de la Hispaniola. Cuántas más había costado amasarlo, cuánta sangre y cuánto dolor, cuántos buenos navíos yacían hundidos en el fondo del mar, cuántos valientes caminaron por la tabla con los ojos vendados, cuántos cañonazos, cuánta vergüenza, mentiras y crueldad, tal vez ningún hombre vivo lo podría decir. Sin embargo, todavía quedaban tres en la isla —Silver, el viejo Morgan y Ben Gunn—, que participaron en aquellos crímenes, esperando después en vano su parte de la recompensa.

ROBERT LOUIS STEVENSON, La isla del Tesoro, traducción del autor.




    ... et dixit ei: Haec omnia tibi dabo, si cadens adoraveris me.

    ... y dijo él: «Todo esto te daré si postrándote me adoras». 

    MATEO 4:9


















Introducción



Para contar esta historia vamos a tener que retroceder hasta la Barcelona de 1984. No hacía ni diez años que Franco se había muerto de viejo en la cama, a lo que siguió como reacción un mundo palpitante de vida. Un signo de la vitalidad de aquella sociedad que se quería poner al día fue la creatividad de su argot: entraron en circulación mogollón de neologismos nacidos fuera de los estándares de corrección del diccionario, como si el vocabulario oficial se hubiese vuelto de pronto insuficiente para expresar las nuevas sensaciones.

    Cuando ves imágenes de aquella época, choca la estética y ciertos gustos hoy en día pasados de moda, pero lo mismo nos parecerá nuestra actual imagen dentro de treinta y tantos años. Seguramente antes, pues a medida que pasa el tiempo las cosas se suceden también cada vez más deprisa.

    Empezaremos poniéndonos en situación. Barcelona era por entonces una ciudad con personalidad propia, con todos sus defectos y virtudes. Los españoles teníamos menos dinero y menos cosas que en la actualidad. Se viajaba en avión excepcionalmente y poca gente hablaba bien el inglés. Las cosas en general eran más locales y autóctonas, incluyendo los trabajos, las vacaciones, los jugadores de fútbol, la inmigración, la industria e incluso la delincuencia. Había muchos más atracos, a punta de navaja por la calle o de pistola en los bancos, mientras el tráfico y consumo de drogas comenzaba a dispararse. En la cárcel de La Modelo, ubicada en pleno Ensanche, se hacinaban los presos y sus motines y fugas llegaron a ser legendarios. A la Policía Nacional se les llamaba los maderos, por el color marrón de su uniforme; y a la Guardia Civil, que todavía llevaba tricornio, los picoletos: en junio de aquel año detuvieron al comando Donosti después de un tiroteo de seis horas. Fueron momentos de intensas protestas y movilizaciones obreras, estudiantiles y también vecinales, disconformes con el rumbo que estaban tomando los acontecimientos. El paro batía ese año su récord hasta la fecha y las colas frente a las oficinas del INEM formaban parte habitual del paisaje urbano. Mientras tanto, la economía sumergida no paraba de crecer. La ciudad todavía albergaba sus barrios de chabolas, que fueron desalojando para trasladar a sus moradores a los suburbios del extrarradio: en aquel entorno marginal de bloques de hormigón y descampados destartalados, surgieron los quinquis. Cuando vuelves a ver los coches de entonces, sorprende descubrir lo pequeños que eran, lo mucho que gastaban, lo poco que corrían y lo inseguros que llegaban a ser, a juzgar por las abultadas estadísticas de accidentes de tráfico de la época. Europa era un mercado común y teníamos la peseta, que devaluábamos en verano para que viniesen más guiris de turismo. Las mujeres tomaban en la playa el sol en toples, más desinhibidas y con mayor libertad que antes, y posiblemente que después: en muchos aspectos, quizás nos hayamos vuelto desde entonces, sin darnos cuenta, más recatados y correctos. El baby boom de los sesenta había dado lugar, veinte años más tarde, a una población demográficamente joven. La vida nocturna de las ciudades se animó con multitud de discotecas, bares de copas, y ganas de ligar y pasárselo bien. Una explosión juvenil de grupos musicales, que iban del pop a la rumba pasando por el rock en todos sus estilos, compusieron la banda sonora de aquellos años, que se podía escuchar en tocadiscos y radiocasetes. Aparecieron nuevas cadenas de radio y las emisoras se multiplicaron para transmitir formatos nunca oídos hasta entonces: magazines musicales, tertulias, programas de humor... Incluso los informativos y los partidos del domingo parecían diferentes, mucho más actuales. La televisión en blanco y negro acababa de dar paso al color, con una programación innovadora que se emitía en tan solo dos canales; más TV3, que ese año iniciaba ya regularmente sus emisiones. Los cines de estreno y reestreno con programa doble se extendían por la ciudad. Aparecieron también ese año las salas X, pero no duraron mucho: el aparato reproductor de vídeo se introdujo masivamente en los hogares y los videoclubs empezaban a proliferar. La reciente supresión de la censura franquista hizo revivir el mundo editorial, la producción cinematográfica, las galerías de arte y todas esas cosas de la cultura. La moda aparatosa y transgresora de los ochenta prorrumpió en las pasarelas, e innumerables marcas y estilos causaban sensación entre un personal deseoso de novedad. Las corridas de toros no se habían prohibido todavía en Cataluña, y los domingos a las seis de la tarde los aficionados podían ir a la Monumental para disfrutar, en sus localidades de sol y sombra, del matador acompañado de su cuadrilla lidiando toros de diversas ganaderías, mientras la banda de la plaza amenizaba el espectáculo con un pasodoble. Después de décadas de monotonía en las que apenas pasaba casi nada, o siempre lo mismo, de pronto las noticias empezaron a sucederse a toda velocidad, hasta convertirse en una avalancha de información agobiante: uno se detenía en el quiosco de la esquina para echar un vistazo a los titulares de los numerosos diarios expuestos y las portadas de un montón de revistas. Los supermercados eran más elementales en su variedad y un pequeño comercio muy nutrido y diverso daba vida a los barrios, que todavía conservaban su correspondiente plaza del mercado. Las comidas en casa eran las de toda la vida, más simples y tradicionales; al mismo tiempo que los nuevos locales de comida rápida tenían cada vez más éxito. Las familias de entonces eran más amplias y se relacionaban también más estrechamente: hoy en día, parecen haberse reducido a su mínima expresión. Las paredes en los hogares todavía se empapelaban, y los más jóvenes decoraban las suyas con pósteres de sus ídolos adolescentes. En las escuelas los profesores tenían más autoridad, había un mayor número de alumnos por aula, las lecciones eran totalmente magistrales y se memorizaban más las cosas. En la noche de San Juan, cuando se terminaban las clases, los barrios celebraban la verbena y en los cruces de calles aún se encendían hogueras. La Iglesia fue perdiendo poder y los españoles nos empezábamos a divorciar. La incorporación de la mujer al mercado laboral, y su incipiente equiparación con el hombre, supuso sin duda el cambio más profundo de todos. El servicio militar era obligatorio y, para los que no conseguimos librarnos, se convertiría después en una experiencia llena de anécdotas que recordaríamos toda la vida. Las fotos se llevaban a revelar y eran objetos físicos que envejecían con el tiempo, y que con frecuencia terminaban por perderse por ahí. Se escribían cartas: las metías en un sobre, saboreabas un instante el pegamento amargo del sello y te ibas caminando hasta un buzón de correos para depositarlo por su rendija: la comunicación en la distancia requería también su tiempo. Para las urgencias estaba el telegrama, todavía se usaba el teletipo y el fax apenas se había empezado a comercializar y su uso era minoritario. No teníamos móvil: un teléfono centralizado en la casa se compartía con los demás, a veces con un supletorio; y por la calle no resultaba difícil dar con una cabina. Tampoco había GPS, y te movías por la ciudad y las carreteras de memoria, o con las guías urbanas y aquellos mapas grandes y desplegables que tenía que interpretar el copiloto mientras daba instrucciones al conductor. Bill Gates y Steve Jobs todavía estaban desarrollando sus inventos en la lejana California, y las consecuencias de la revolución tecnológica y la globalización eran inimaginables.

    La política tuvo un papel destacado en aquellos años. España era un país con poca o ninguna experiencia democrática y mucho por hacer. Posiblemente demasiado. Y con respecto al exterior, después de cuarenta años de aislamiento internacional se iniciaba un nuevo capítulo con la rápida integración en Europa y el estilo de vida occidental.

    Con la democracia llegó también la inevitable corrupción. En una dictadura no se nota tanto, incluso es posible que se dé menos: quienes controlan el poder forman todos parte de un mismo sistema y no resulta tan necesario tener que comprar a nadie. En cualquier caso, no se trata de un problema exclusivo del sector público y en el privado, que carece de la vigilancia de aquel, la corrupción se introduce en los negocios grandes y pequeños formando parte consustancial de ellos, como si estuvieran hechos el uno para el otro.

    A los bulliciosos años ochenta les siguieron los felices noventa, que dieron paso a un siglo XXI global y complicado. El progreso trae consigo también problemas más complejos y difíciles de resolver: en ese sentido, los ochenta fueron, vistos desde la perspectiva actual, unos años de preocupaciones e ilusiones más sencillas, por no decir ingenuas. Aunque todas las épocas son ingenuas a su manera, solo hay que dejar pasar el tiempo para darse cuenta.

    Según los datos que he podido consultar en la página web del INE, el 50 % de la población actual en España tiene 45 años o más, y por lo tanto llegó a conocer la década de los ochenta. En 1984 ese segmento de población apenas representaba un 30 %. El envejecimiento desde entonces resulta evidente: la edad media en 1984 era de 34 años y en el 2021 es de 44; y por cada 100 menores de 16 años en el 2021, tenemos 129 mayores de 65: en el 84 eran solamente 45. Ahora bien, más allá de todas esas cifras, quisiera terminar esta introducción con la siguiente reflexión: quizás, en una época joven cargada de futuro en la que las cosas empiezan y el aire se llena de promesas, en una época así todo el mundo sea de alguna manera también joven, independientemente de la edad que se tenga; mientras que un tiempo en el que las cosas parecen llegar a su fin y no se vislumbra en el horizonte un futuro esperanzador, tal vez ni siquiera los más jóvenes puedan librarse de ese envejecimiento del espíritu de su propia época.

    En el cuento de hadas que viene a continuación, veremos a unos chicos atravesar el bosque mientras oscurece y el peligro acecha entre las sombras; y por el camino irán descubriendo un mundo despiadado y, pese a todo, lleno de cosas buenas. En eso, la vida no ha cambiado tanto.
















PARTE PRIMERA















    1. Juan Ribas se va a Barcelona


Nuestra historia comienza un poco antes, un día de febrero de 1970. Juan Ribas trabajaba por entonces para la familia Zapatero en Madrid y los había reunido para comunicarles dos cosas: primero, que iba a casarse con una catalana y formar una familia en Barcelona, y así les anunciaba que dejaba el trabajo; la segunda sabía que no la querían oír:

    —Tenéis un problema en Barcelona y, cuanto más tiempo dejéis pasar, peor será.





(FIN DE LA PREVISUALIZACIÓN)






































miércoles, 20 de octubre de 2021

Retrato de Vivaldi: un cuento. Introducción.

No sabemos gran cosa acerca de la personalidad de Antonio Vivaldi (1678-1741). Nos han llegado unos pocos testimonios de gente que trató directamente con él; son interesantes pero no resultan muy reveladores. En algunas cartas que se conservan escritas por el propio Vivaldi, más que mostrarse parece querer ocultarse detrás de sus palabras. Disponemos asimismo de cierta información acerca de su familia y algunos conocidos, de sus viajes, las casas en las que vivió, también de sus diversos empleos como músico y una imagen de cómo era la sociedad veneciana de aquel tiempo. Pero todo junto no da para hacer una biografía y nos tenemos que imaginar su vida a partir de conjeturas. Tenemos la nota que se publicó en los Commemoriali Gradenigo —un memorial que se hacía eco de las noticias relativas a las instituciones y personalidades venecianas de la época—, informando sobre el deceso del Prete Rosso: “En un tiempo, había ganado más de 50.000 ducados; pero su prodigalidad desordenada lo hizo morir pobre en Viena”. La noticia fecha erróneamente el año de la muerte de Vivaldi, y como epitafio resulta sentencioso y a decir verdad bastante lamentable.

Después de su muerte, su música pasó desapercibida y tan solo se interpretaba en público una mínima parte. En el siglo XX descubrieron por casualidad cantidad de composiciones suyas perdidas hasta entonces en viejos archivos extraviados, que dieron una nueva dimensión a la extraordinaria música del Cura Pelirrojo. Pero Vivaldi mismo seguía siendo una incógnita.

Los retratos que nos han llegado ayudan a conocer un poco mejor al personaje. Empecemos por el grabado de Morellon de la Cave (a la izquierda), que ilustraba la publicación en Ámsterdam de Il cimento dell'armonia e dell'inventione en 1725. No sabemos si llegó a posar para él o si se trata de una copia de algún otro retrato. Sin embargo, es prácticamente seguro que sí posó para la caricatura que le hizo Ghezzin en 1723 (a la derecha). En ambos casos parece un tipo con chispa, con tendencia a sonreír hacia la derecha y de mirada inteligente.


 

El retrato anónimo de Bolonia hace pensar en Vivaldi, pese a no haber ninguna documentación que lo relacione.


Guarda una evidente semejanza con el grabado de Ámsterdam en la indumentaria, la pose y los rasgos. Según Goldoni, era más conocido por su mote, Il Prete Rosso (el Cura Pelirrojo) —tal como anota Ghezzin en su leyenda—, que por su nombre real; por lo que es posible que el protagonismo que adquiere el color rojo en el cuadro tenga que ver con ese apodo. En cuanto a la nariz, tal como está pintada, coincide en su estructura con la que vemos de perfil en la caricatura de Ghezzin. En ambos casos se puede apreciar la misma línea que separa el pómulo derecho de la base de la nariz; la forma y altura de la frente son calcadas; la barbilla, en la que se adivina un hoyuelo, es muy parecida; y el labio superior sobresale con una expresión similar en los dos retratos. Incluso la mirada, con los párpados un poco caídos y los ojos notablemente separados —que se adivina en el perfil que dibujó Ghezzin por el espacio que media entre el ojo y la base de la nariz— parece la misma.


Y un detalle común en los tres retratos: en ninguno parece un cura. De manera que si consideramos además que el óleo sobre tela se corresponde a aquella época y lugar, y que alguien, no sé quién ni en qué momento, lo relacionó con Vivaldi, no nos costará nada admitirlo como una imagen perfectamente asociable a Antonio Lucio Vivaldi.

En el cuento que sigue a continuación, al que hemos querido darle un aire de pieza teatral, nos hemos imaginado a Vivaldi en la Venecia de mil setecientos veintitantos. La mayor parte de las cosas que se cuentan proceden de informaciones documentadas, pero se han combinado en forma de ficción. El resultado no es verdad ni tampoco mentira, sino más bien todo lo contrario.


Retrato de Vivaldi: un cuento. 1er movimiento: el retrato.