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lunes, 6 de noviembre de 2017

Retrato de Vivaldi: un cuento. 2º movimiento: un paseo nocturno.

A

nna va sentada en la góndola, contemplando distraídamente los edificios con las ventanas encendidas y las farolas alumbrando el canal y las calles de noche, como si todo junto formara un gran decorado. Una brisa embriagadora trae consigo los rumores de la ciudad. Vivaldi, de pie, echa un rápido vistazo a su reloj y mira entonces hacia delante sin dejar de pensar en sus cosas. Se gira un momento para fijarse en la muchacha, que enseguida le sonríe sin necesidad de decir nada. Él le corresponde con su simpática sonrisa y vuelve a mirar hacia delante de nuevo. Llegan al otro lado y callejean un rato, ella del brazo de él, hasta que llegan a la casa.

—La luz de la habitación de Paolina está encendida. Mañana vendremos las dos por la mañana, ¿os parece bien? 

—Mañana por la tarde llegarán mi padre y mis hermanas de Brescia, y la casa será un jaleo. Sí, por la mañana está bien. 

Falta mes y medio para el estreno en noviembre de la nueva ópera en la que ella tendrá un papel principal, y Anna no puede ocultar su nerviosismo. Le toma ambas manos impetuosamente y con los ojos brillantes, dice:

—Estoy contenta y muerta de miedo a la vez.

—Lo haréis estupendamente. Lo que no sabemos es si el público estará a la altura de las circunstancias. Resulta desalentador tener que depender tanto de los demás.

A Anna le agrada la mirada con chispa de Vivaldi, y la combinación de su nariz aguileña con su media sonrisa. Le besa las manos al maestro y finalmente se gira y se dirige hacia el portal de su casa. Él la mira mientras entra y cierra la puerta, y espera un momento para que pueda llegar a su habitación. Su hermanastra Paolina descorre la cortina para mirar desde arriba y él la saluda con la mano. Anna aparece junto a Paolina y las dos corresponden al saludo. Vivaldi echa un rápido vistazo a las calles alrededor y se dirige hacia una para dar un largo paseo antes de volver a casa.

Piensa en Anna mientras camina. A sus cuarenta y tantos años, la conciencia de envejecer lo empieza a visitar con más frecuencia de la deseada, y una muchacha de diecisiete como ella podríamos decir que rejuvenece e incluso fertiliza su imaginación. Aunque bien sabe que el tiempo y las circunstancias solo pueden distanciarlo de ella. Además, estaban todas aquellas condenadas habladurías, producto de la envidia —para él, el peor de todos los pecados capitales—, que infestaban la República de Venecia como un enjambre de moscas carroñeras. Reflexiona que hay cosas que no se deberían decir a nadie, ni siquiera a uno mismo.

Sube despacio los escalones que llevan a un puente sobre el Gran Canal y nota que le cuesta, y que el propio pensamiento se cansa también. Una vez arriba se detiene para coger aire, contempla los reflejos de la luces de la ciudad en el agua y luego mira hacia el cielo estrellado. El resplandor de esta luna es el reflejo de un día oculto en otra parte. ¿Qué son los sueños? Lo que seguimos viendo mientras dormimos con los ojos cerrados, ecos en la noche de días que quedaron atrás. Ahora mismo, esta ciudad está soñando.

Continúa caminando entregado a sus pensamientos hasta llegar a un pequeño puente. Un poco más allá ve a una mujer enmascarada que parece estar buscando algo ansiosamente con la mirada, y entonces da con él. Vivaldi tiene que pasar por donde ella está y mientras lo hace, sintiéndose un tanto incómodo, la mujer le susurra:

—No os conviene estar aquí ahora mismo, venid conmigo. Hacedme caso.

Se esconden, dando un par de pasos hacia atrás, en un rincón oscuro. Un grupo de hombres y mujeres enmascarados se acerca armando bullicio con botellas en la mano, sin alcanzar a ver a un grupo armado de la policía que se dirige directamente hacia ellos por la calle adyacente.

—Ya llegan esos brutos de la policía. Poneos esta máscara y seguidme. 

La mujer toma la mano de Vivaldi, que se deja llevar a paso rápido, zigzagueando por las calles hasta meterse en una casa en la que se celebra una fiesta de carnaval. 

—Señora, dadme un respiro. ¿Me podéis explicar qué sucede?

—Ibais directamente a que os detuviesen con ese grupo. No me lo hubiese podido perdonar. Mezclémonos con la gente de la fiesta y dentro de un rato nos vamos afuera otra vez... ¿De qué os conozco?

—Vamos los dos enmascarados, ¿cómo puedo saberlo?

Se quitan las máscaras y se examinan el uno al otro, hasta que ella lo reconoce.

—Sois el prete rosso. Os he visto tocar el violín en varios conciertos, y también dirigiendo en el San Angelo. Estoy casada con el signor M, vos lo conocéis.

M era lo que se podría llamar un tipo influyente en la sociedad veneciana. Se ponen las máscaras de nuevo y ella se pasea del brazo de Vivaldi entre los diversos corros de gente, que mantienen variadas y animadas conversaciones mientras una pequeña orquesta toca música de baile. Cruzan la sala tranquilamente hasta que un tipo se queda mirando a la acompañante de Vivaldi, y entonces se acerca a ellos:

—Sois vos ¿Qué hacéis aquí? Pensé que iríais al casino con C.

—Cambié de opinión.

Y se agarra fuerte del brazo de Vivaldi.

—Ya veo.

Dejan atrás al individuo, que los sigue con la mirada intrigado mientras pasan a otra sala. Luego atraviesan un par de salas más dirigiéndose hacia una salida, y sigilosamente cruzan la puerta y se pierden entre las callejuelas.

—Vayamos hacia el canal. Me quedé sin pareja esta noche y os encontré a vos. Acompañadme hasta cerca del palacio, os lo ruego.

—Vayamos por ahí. ¿Qué hacíais en el puente?

—Han detenido a un amigo por espionaje. Realmente no sé de qué va el asunto, no tengo ni idea. Se supone que debía estar con aquel grupo que hemos visto antes para ir después a la casa de juego. Recibí una nota anónima advirtiéndome de que no fuese, pero estaba cerca y fui a ver… No parecéis un cura.

—Pues lo soy. Es mejor evitar cualquier relación con el tribunal que ha enviado a esa policía. ¿Tenéis la nota?

—La rompí.

—¿Por qué?

—No lo sé... De pronto, me entraron ganas de romperla.

Vivaldi observa con curiosidad a la mujer: más bien joven, hermosa y, por lo que parece, impulsiva.

—Deberíais haberla conservado. Bueno, ahora da igual. ¿Vuestro marido está al corriente?

—No lo sé.

—¿Es posible que él esté detrás de todo esto?

Ella se encoge de hombros.

—Supongo que sí.

—Pues tenéis que hablar con él. 

—La verdad es que no me apetece. Pero supongo que tenéis razón, no podemos darnos la espalda todo el tiempo.

—Quizás en su caso yo hubiese hecho lo mismo. 

Vivaldi le sonríe y ella le corresponde con una elegante y graciosa reverencia. Entonces lo mira atentamente un instante y él enarca las cejas al sentirse observado. La mujer empieza a decir, con un aire pensativo:

—Sois un tipo extraño. Incluso misterioso… Y muy persuasivo. Me gustaría poder hacer algo por vos.

—Si tuvieseis previsto algún concierto privado para este mes de octubre, por favor tenedme en cuenta. Os anoto mi dirección. Vos o vuestro marido podéis enviarme una carta y yo la contestaré al momento. Apenas salgo de casa, tengo un problema respiratorio que me lo impide.

—Tampoco parece que tengáis un problema respiratorio.

—Pues lo tengo. Vamos, os acompaño.

Cerca ya de su palacio se despiden. La observa mientras se aproxima a la puerta principal y siente una corriente de simpatía hacia ella. Antes de entrar, la mujer se gira y saluda con la mano a Vivaldi. Este se sonríe y corresponde al saludo. Luego, continua con su paseo nocturno. 

Nada más meterse por una calle estrecha, ve a un aristócrata que conoce del consejo de administración del Ospedalle, junto a dos individuos de aspecto sospechoso. Se coloca enseguida la máscara de nuevo, un instante antes de que los tres se giren a la vez y se lo queden mirando. ¿Qué estarán esperando aquí a las tantas de la noche? No me reconocerá con la máscara. Entonces se gira para evitarlos y volverse por dónde había venido.

—¡Esperad!

Se detiene y tarda unos segundos en darse la vuelta. 

—¿Vivís por aquí? Estamos buscando a…

El aristócrata reconoce el hoyuelo en la barbilla del enmascarado.

—¿Os conozco?

Vivaldi se quita la máscara.

—No podía dormir y salí a dar un paseo. 

—¿Qué hacéis con una máscara? ¿No me digáis que vais a jugar?

—Nunca juego. Sólo paseaba tranquilamente. Me va bien para la salud.

—¿Con una máscara?

—Puedo explicarlo. Veréis…

—Vivaldi, no deberíais estar aquí. Marchaos por donde habéis venido. Recordad que no nos hemos visto.

Vivaldi asiente con la cabeza, se coloca de nuevo la máscara y antes de irse no puede evitar preguntar:

—Disculpadme, pero ya que estamos aquí, ¿habéis decidido algo acerca de la compra de los conciertos para este año?

—Vivaldi, creedme, no es el momento. Pasado mañana venid a la Pietà y arreglamos de una vez el asunto con los otros administradores y el maestro de coro.

Vivaldi saluda cortésmente con el sombrero y, sin más preámbulo, sale rápidamente de escena por la primer callejón que le queda a mano.

Caminando a paso lento y cada vez más pensativo, llega junto al Gran Canal a la altura del Teatro San Angelo. No es lo mismo escribir música, tocarla y dirigirla, que hacer de empresario organizando semejante maquinaria de contratos, decorados, cantantes, músicos, finanzas y todo lo demás. Parece un circo. 

Un individuo enmascarado viene por el otro lado, visiblemente alterado y maldiciendo. Vivaldi se aparta para no ser visto pero el hombre repara en él, se detiene y se lo queda mirando.

—¡Esperad!

Reanuda decidido el paso hacia Vivaldi. Llega y se quita el sombrero y la máscara. Se trata de un joven bien educado y de buen aspecto.

—Disculpadme, ¿podríais prestarme dinero? Mañana por la mañana os lo devuelvo sin falta. Os doy mi palabra.

Al joven le incomoda la mirada fría de Vivaldi mientras este sostiene la bolsa en su mano ofreciéndole el dinero

—Contadlo vos mismo.

El joven cambia inmediatamente de opinión.

—Guardadlo, no lo quiero. Os pido disculpas. Será mejor que no juegue más esta noche. Acabo de perder a las cartas una suma considerable. No sé cómo lo han hecho, pero estoy seguro de que aquel tipo estaba compinchado con el de la banca. Y luego la muchacha me distraía todo el rato con sus sonrisas, sus miraditas y su escote… Ahora mismo se deben estar riendo de mí mientras se reparten el dinero. Me da rabia.

—Mirad el lado positivo.

—Qué lado positivo.

—Pues ahora mismo no lo puedo saber. Pero ya veréis, algo bueno saldrá de todo esto... Si sois lo suficientemente inteligente para apreciarlo.

 —Sois un optimista. Ya me acuerdo de vos, os he visto en un concierto en la embajada francesa. Y también con la orquesta en San Marco. Sois el cura pelirrojo.

—Esta noche mi fama me precede. ¿La embajada francesa?

—Trabajo ahí.

—No tenéis acento francés. Cuál es vuestro trabajo. 

—Mi madre es genovesa. Ayudo en la oficina comercial.

—Vaya. Acabo de vender recientemente unos conciertos al rey de Francia. Veréis, tengo un problema, por motivos de salud apenas puedo salir de casa, y me veo muy limitado para poder viajar por Europa y publicar y vender mis conciertos en diversas capitales. ¿No habría alguna manera de distribuirlos en Francia a través de vuestra oficina comercial de la embajada?

—¿El rey de Francia?

—Luis XV. Sí, una cantata y varios conciertos.

—Tendría que averiguar.

—Por supuesto. Averiguad y venid a verme al San Angelo, el teatro que tenemos detrás, y preguntad por el prete rosso... ¿No os decía yo que vuestra desdichada partida de cartas traería algo bueno finalmente?

El joven se sonríe y se queda mirando a Vivaldi, que aprovecha ese momento para despedirse:

—Ahora será mejor que me vuelva a casa, me siento terriblemente cansado. 

—¿Queréis que os ayude a ir a algún sitio?

—Os lo agradezco. No, tomaré una góndola ahí.

Se despiden educadamente y entonces Vivaldi da por terminada la noche. Se dirige hacia el Rialto, que le queda ahí al lado, y se sienta en unos escalones. Se acomoda como puede en la piedra, saca su cuaderno y anota una serie de comentarios: se trata de un par de modificaciones en las arias de Anna. También quiere simplificar el libreto en varias partes y lo anota para no olvidarse. Bosteza, guarda el cuaderno, se abriga bien y se reclina contra el muro. Con los ojos cerrados oye a un gondolero tararear una melodía que le suena de algo… De pronto, se encuentra en el interior de un estrambótico palacio increíblemente grande, es de noche y magníficas arañas colgando del techo iluminan espléndidamente el espacio repleto de gente por todas partes, vestida exageradamente con pelucas, máscaras y toda clase de sombreros. Una orquesta de muchachas virginales interpreta una pieza musical ante una fila de enmascarados que las miran fijamente con lascivia, al tiempo que varios monos, loros y un rinoceronte pasan por ahí entre la gente. Unos tipos con turbantes voluminosos y aire de ser importantes hablan con el Dux y los del consejo, ajenos a todo demás. Alrededor de varias mesas alargadas, hombres y mujeres apuestan a las cartas en silencio de una manera misteriosa. De ahí pasa sin apenas darse cuenta a habitaciones más humildes y extrañas envueltas de penumbra, con gente en los rincones que habla en voz baja. Una enmascarada le sonríe y se aleja con paso ágil, girando la cabeza para asegurarse de que la sigue. Vivaldi no puede evitar avanzar entre esos desconocidos buscando a la mujer, yendo de habitación en habitación hasta llegar a una casi a oscuras y con voces de fondo musitando palabras que no logra entender. Se detiene y escucha en su oído la voz de la enmascarada, no sabe lo que dice pero siente el cálido aliento en su oreja. Se estremece, cierra los ojos y se deja llevar por ella, que lo acoge entre sus brazos amorosamente: Antonio… De pronto se da cuenta de que es un sueño y muy alarmado enseguida se despierta.

El campanario la iglesia de San Bartolomeo hace sonar los cuartos y Vivaldi mira la hora en su reloj. Dentro de poco empezará a clarear. Era costumbre que quienes habían pasado la noche de fiesta, la terminaran de mañana temprano paseando junto al puente Rialto, mezclándose con los hombres y mujeres que llegarían poco después en su primer paseo matutino, mientras iban llegando las barcas cargadas de frutas, verduras y flores procedentes de las numerosas islas de la laguna. Pasa un rato mirando ese momento que une la noche con el día, hasta que se levanta y busca un gondolero.


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