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viernes, 20 de octubre de 2017

Il prete rosso.

Antonio Lucio Vivaldi nació el 4 de marzo de 1678 en Venecia. Aprendió a tocar el violín a edad temprana con su padre, violinista profesional, quien le debió guiar seguramente en sus estudios musicales mientras paralelamente iba completando los del sacerdocio. En marzo de 1703 se ordenó sacerdote a los 25 años, y seis meses después se convirtió en maestro de violín en el orfanato llamado Ospedalle della Pietà de Venecia.

Algún tipo de afección pulmonar o respiratoria, posiblemente asma, le impidió dedicarse, según comentó él mismo, al sacerdocio: se quedaba sin aire dando misa, así como cuando caminaba un trecho, de manera que solía desplazarse en carruaje o en una góndola, para no fatigarse en exceso por las callejuelas, puentes y el montón de escalones que tiene la ciudad de los canales.


Cuatro orfanatos públicos acogían en Venecia a los numerosos huérfanos victimas de lo que podríamos llamar los estragos de la vida, sin familia cercana o con familiares que no podían hacerse cargo de ellos: el de la Pietà, el de los Mendicanti, el Ospedalleto y el de los Incurabili. Acogían principalmente niños de edad entre 6 y 10 años, que recibían una educación y aprendían un oficio para salir enseguida como aprendices. Las niñas aprendían labores consideradas como femeninas, y si mostraban un talento al respecto, pasaban a dedicarse a la música. El Ospedalle della Pietà, fundado en 1346 y en actividad hasta 1797,  tenía una orquesta y coro exclusivamente femenino de renombre tanto en Venecia como fuera de ella. Estas muchachas dedicadas a la música llevaban una vida retirada, y a partir de una cierta edad podían optar por un matrimonio, para el cual el orfanato aportaba una dote; o seguir con la música o irse a un convento. La mayoría de composiciones de Vivaldi, sacras y profanas, se hicieron a medida de esas muchachas, que eran conocidas y admiradas en una Venecia en la que la música parecía ser el alma de la ciudad.


“No me falta música. Casi no hay noche en la que no se dé algún concierto privado en alguna parte; la gente va corriendo al canal a escucharla como si fuese por primera vez. La locura de Venecia por este arte es inconcebible.”, escribe el viajero francés de Brosses durante su estancia en 1739. Y continúa hablando de las muchachas de los orfanatos, en particular de las de la Pietà:

“Cantan como los ángeles, y tocan el violín, la flauta, el órgano, el oboe, el violonchelo, el fagot: en una palabra, no hay instrumento, por grande que sea, que les asuste. Viven en clausura como religiosas. Ellas son las únicas intérpretes, y cada concierto se compone de unas cuarenta muchachas. Os juro que no hay nada más agradable de ver que una joven y bonita religiosa en hábito blanco, con un ramito de granadas en la oreja, dirigir la orquesta y marcar el compás con toda la gracia y precisión imaginables.”

En 1743 Rousseau trabajaba en la embajada francesa de Venecia, y no dejaba de asistir nunca a los orfanatos a escuchar música. Él, amante de la música, dijo lo siguiente:

“A mi modo de ver hay una música muy superior a la de las óperas y que no tiene parecido en Italia ni en el resto del mundo, y es la de las scuole.”

Es decir, los orfanatos. Y a continuación nos muestra el resultado de idealizar demasiado las cosas de esta vida:

“La iglesia se llenaba siempre de aficionados, y hasta los mismos actores de la ópera iban a estudiar el verdadero gusto en el canto de esos excelentes modelos. Lo que me desconsolaba eran aquellas malditas rejas que, dejando sólo paso a los sonidos, me ocultaban los bellos ángeles que tales voces tenían. Yo no hablaba de otra cosa. Un día, conversando de ello en casa de Le Blond, éste me dijo: "Si tenéis curiosidad por conocer a esas niñas, será fácil satisfaceros. Yo soy uno de los administradores de la casa y quiero que podáis merendar en su compañía". No le dejé en paz hasta que cumplió su palabra. Al entrar en el salón que encerraba esas codiciadas bellezas sentí́ una emoción amorosa que jamás había experimentado. El señor Le Blond me presentó, una tras otra, todas aquellas cantatrices célebres, de quienes no conocía más que la voz y el nombre. "Venid, Sofía...". Era horrible. "Venid, Cattína..." Era tuerta. "Venid, Batti....." Estaba desfigurada por la viruela. Apenas había una que no tuviese un defecto notable. El malvado se reía de mi cruel sorpresa. Sin embargo, hubo dos o tres que no me parecieron del todo feas: mas no cantaban sino en los coros. Yo estaba desconsolado.”

La vida en aquella Venecia que iba saliendo del barroco del XVII, para adentrarse en el nuevo siglo que la vería desaparecer como república tras las guerras napoleónicas, era complicada y contradictoria. Si por un lado era socialmente muy estricta y ordenada, y no toleraba desviaciones al respecto, por el otro daba expresión a su sentido de la diversión con un carnaval que duraba 6 meses. Y si por un lado exhibía la opulencia y el lujo de sus fiestas, conocidas en toda Europa y motivo turístico ya por entonces de numerosos viajeros, por el otro carecía como contrapartida de una base económica sólida para tanto adorno, como si se hubiese vuelto hacia lo superficial aislada en una especie de irrealidad.


En su primer día de carnaval en 1730, el viajero alemán barón de Pöllnitz se fue a pasear por la ciudad disfrazado de Domino. En la plaza San Marco se le acercaron dos mujeres enmascaradas. Una le estiró de la manga y le dijo: “Señor, yo y esta señora junto a mí, mi amiga, nos imaginamos por su porte más bien alto que no sois un hombre de aquí, sino un extranjero, y nos parece también que no sois una persona vulgar. Nos encantaría compartir una conversación y será un placer dar una vuelta por la plaza”. Se presentaron como la signora M y la esposa del signor C, y el alemán se quitó la máscara para presentarse, según cuenta en su carta.

De Brosses dijo respecto de las religiosas que había podido ver en Venecia:

“Todas las que he visto en misa, a través de la reja, charlando durante toda la ceremonia y riendo juntas, me han parecido bonitas en grado sumo y ataviadas como para hacer valer su belleza. Llevan un pequeño tocado encantador, un hábito sencillo, con naturalidad, casi siempre blanco, que les descubre los hombros y el escote, como los vestidos a la romana de nuestras actrices.”

Éste es el contexto de las aventuras que Casanova nos cuenta en sus memorias hasta su detención, posterior fuga de la cárcel y huida de Venecia. En 1753 recibe una misteriosa invitación anónima en nombre de una monja de unos 22 años, que desea conocerlo:

"Nombre una noche, la hora, el lugar de la cita y la verá salir de una góndola. Solamente tenga cuidado de estar ahí solo, enmascarado y con un linterna."

En la vida de los hombres y mujeres de Venecia se daba una combinación entre la relajación de unas costumbres por las que se asomaba a veces un cierto libertinaje, y el férreo control de la religión haciendo de camisa de fuerza, en una especie de estado policial paranoico y represivo. El caso es que para Carnaval la ciudad se convertía en una formidable mascarada con sus noches de fiesta y juego.

En 1715 el arquitecto alemán von Uffenbach describió el virtuosismo de Vivaldi ejecutando el violín: “Vivaldi interpretó un acompañamiento en solitario de manera excelente, y en la conclusión añadió una fantasía improvisada que me sorprendió absolutamente, porque es casi imposible que alguien haya tocado alguna vez, o pueda tocar, de esa manera”.

Vivaldi había publicado en 1711 en Amsterdam su primer ciclo de conciertos, “L’Estro Armonico”. La riqueza de ritmos, el sonido vibrante y su facilidad para las melodías, así como la relación que mantienen el instrumento protagonista y la orquesta, daban una profundidad a la música que impresionó a Bach, quien decidió transcribir algunas partes para teclado y órgano.


En 1714 publica un segundo ciclo de conciertos muy inspirado, La Stravaganza.


La fama de sus conciertos, que agrupaba normalmente alrededor de un concepto e incluso refiriéndose a un tema figurativo (“el verano”, “la noche”, “la caza”, "la tempestad del mar", etc.) , se extendió por Europa. “Il Cimento dell’armonia e dell’invenzione”, con sus cuatro estaciones, lo publicó de nuevo en Amsterdam en 1725. El conjunto de conciertos denominados “La cetra” en 1727. El conjunto de 6 conciertos para flauta opus 10, en 1728. Los 2 últimos lotes de conciertos opus 11 y opus 12, en 1729. Entonces llegó a la conclusión de que no publicaría más, puesto que cualquiera podía copiarlos, como de hecho sucedía; así que pasó a vender directamente sus originales manuscritos que su familia ayudaba a transcribir.


A los 35 años estrenaba en 1713 su primera ópera, “Ottone in Villa”, en Vicenza. Un año después pudo estrenar en la misma Venecia “Orlando finto pazzo”, en el teatro San Angelo. La ópera tenía un importante protagonismo en la música de Venecia, y representaba una oportunidad para triunfar tanto como compositor como económicamente; sin embargo tendría que ejercer también de empresario, con el riesgo financiero que ello conllevaba. Y la competencia en el mercado operístico era tremenda. Vivaldi tuvo que trabajar en teatros secundarios, y salir de viaje muchas veces fuera de Venecia buscando teatros e ingresos, encontrándose por el camino con multitud de dificultades.

Goldoni nos relata en sus memorias el encuentro que tuvo de joven con el cura pelirrojo en las fechas previas al estreno de Griselda en 1735. Vivaldi estaba nervioso, era su primera oportunidad de representar una ópera seria en uno de los teatros más prestigiosos de Venecia, el de San Samuele. Goldoni se iba a encargar de unas modificaciones de última hora en el libreto. Cuando llegó a la casa de Vivaldi, lo encontró rodeado de su música con el breviario en sus manos. Éste se puso en pie, se santiguó, dejó el breviario a un lado y entró en materia mientras se volvía a santiguar: la señorita Girò, que iba a representar a la paciente Griselda, necesitaba un aria expresiva y llena de agitación, a ser posible interrumpiendo las palabras para suspirar, o con un poco de acción, en fin, algo más teatral. Mientras le explicaba todo esto a Goldoni, se interrumpía encomendándose a Dios en latín. Goldoni continúa:

“Burlándose de mí, el abate me tendió el drama, me proporcionó papel y un escritorio, volvió a coger su breviario, y recitó sus salmos y sus himnos dando un paseo. Releí la escena que ya conocía; recapitulé lo que deseaba el músico y, en menos de un cuarto de hora, anoté en el papel un aria de ocho versos dividida en dos partes; llamé a mi eclesiástico y le mostré mi trabajo. Vivaldi lo leyó, desfrunció el ceño, volvió a leerlo, dio gritos de alegría, arrojó su oficio al suelo y llamó a la señorita Girò. Ella acudió. “¡Ah! –le dijo-, he aquí un hombre excepcional, un poeta excelente: lea este aria, la hizo este señor de aquí, sin moverse, en menos de un cuarto de hora”; y, volviéndose hacia mí: “¡Ah! Señor, le pido disculpas”; y me abrazó, y aseguró que nunca habría otro poeta como yo. Me entregó el drama y me ordenó otros cambios; siempre contento de mí, la ópera salió de maravilla”.


Goldoni dice de Vivaldi que era “un excelente violinista y compositor mediocre”. Quizás hoy, desde la perspectiva que nos ha dado el tiempo que ha pasado, su música suene mejor que entonces, y estemos en situación de comprender también mejor su dimensión como compositor que en aquel momento, cuando era considerado principalmente como un gran violinista en Venecia. Un viajero inglés escribió en su cuaderno en 1721:

"Es muy frecuente allí ver a sacerdotes en la orquesta. El célebre Vivaldi, al que llaman el "prete rosso", muy conocido entre nosotros por sus conciertos, los superaba a todos".

Vivaldi tenía sentido para lo dramático y se esmeró en la música de Griselda, que es espectacular. Si de algo peca la ópera, tal vez sea de haber querido impresionar demasiado al público. También hay que decir que aunque la Girò tenía más arias que los demás, y por lo tanto más protagonismo, lo cierto es que sus arias no eran las más llamativas.


Goldoni se otorgó en su relato un protagonismo a sí mismo que excedía en importancia a su verdadera contribución en todo aquello. Y la caricatura que hace de Vivaldi, representando teatralmente su papel de cura piadoso, tampoco nos da una pista de lo que podría ocultar detrás de la máscara.

Tampoco disponemos de buenos retratos: es posible que posara para el grabado de Morellon de la Cave, que acompañaba la publicación en Amsterdam de Il cimento dell'armonia e dell'inventione en 1725, o tal vez no y se trate de copia de algún otro retrato; sin embargo es prácticamente seguro que posó para la caricatura que le hizo Ghezzin en 1723. En ambos casos parece un tipo con chispa, con tendencia a sonreír y de mirada inteligente.


El retrato anónimo de Bolonia hace pensar en Vivaldi, pese a no haber ninguna documentación que lo relacione.



Guarda una evidente semejanza con el grabado de Ámsterdam en la indumentaria, la pose y los rasgos. Según Goldoni, era más conocido por su mote, Il Prete Rosso (el Cura Pelirrojo) —tal como anota Ghezzin en su leyenda—, que por su nombre real; por lo que es posible que el protagonismo que adquiere el color rojo en el cuadro tenga que ver con ese apodo. En cuanto a la nariz, tal como está pintada, coincide en su estructura con la que vemos de perfil en la caricatura de Ghezzin. En ambos casos se puede apreciar la misma línea que separa el pómulo derecho de la base de la nariz; la forma y altura de la frente son calcadas; la barbilla, en la que se adivina un hoyuelo, es muy parecida; y el labio superior sobresale con una expresión similar en los dos retratos. Incluso la mirada, con los párpados un poco caídos y los ojos notablemente separados —que se adivina en el perfil que dibujó Ghezzin por el espacio que media entre el ojo y la base de la nariz— parece la misma.



Y un detalle común en los tres retratos: en ninguno parece un cura. De manera que si consideramos además que el óleo sobre tela se corresponde a aquella época y lugar, y que alguien, no sé quién ni en qué momento, lo relacionó con Vivaldi, no nos costará nada admitirlo como una imagen perfectamente asociable a Antonio Lucio Vivaldi.

La música da expresión a emociones represadas, y cualquiera puede ver que Vivaldi tenía un montón. Es a través de ella que podemos percibirlo: en la alegría desbordante o la dramática tensión de sus allegros; en la serenidad, delicadeza e incluso melancolía que escuchamos en sus largos; en el patetismo de sus adagios; en la energía controlada que demuestra en sus andantes; en su dominio total del ritmo, desde lo más animado hasta lo más pausado; en sus melodías que le salían con total naturalidad; o en el sonido vibrante y eléctrico de las secciones de cuerda y de viento que crea su atmósfera tan personal, o en la impresionante inventiva y energía creativa en general de su música. Quizás fuese en ocasiones hipócrita, tal vez evitara a veces la sinceridad; seguramente representaba un papel, o varios, en el teatro de este mundo; probablemente tuvo que mentir, como lo hace cualquiera, para poder sortear situaciones complicadas; pero en donde no cabía ningún tipo de falsedad ni disimulo era en su música, absolutamente auténtica y que manaba directamente de su sensibilidad, y que discurría gracias a la pureza de su genio para darle forma en aquella Venecia del barroco que más o menos venimos retratando.


Goldoni dedicó también unas palabras a de Anna Girò, que curiosamente estaba en ese momento en casa del compositor: Vivaldi hace como propia la preocupación y los deseos de su prima donna, y muestra de esa manera que ejercía realmente algún tipo de influencia en él, por qué no decirlo, como mujer. Ella había nacido hacia 1710 y aprendido música de niña con Vivaldi, hasta que pasó a formar parte de su vida tanto profesionalmente como en lo personal: ella, su hermanastra y su madre ayudaban a un Vivaldi precario de salud y le acompañaban en los viajes. Con 14 años debuta con éxito como cantante en una ópera de Albinoni.  A los 16 participa ya en las óperas de Vivaldi, para la que escribe música a su medida. Y así siguieron juntos hasta 1740. Según Goldoni, Anna no era particularmente guapa, pero sí tenía su gracia: era de bonita figura, sus ojos y su pelo eran hermosos, y sus labios encantadores; y aunque no tenía una gran voz, sabía usarla dramáticamente y era una buena actriz.

Vivaldi se había ido alejando del sacerdocio para dedicarse a su música, primero con el orfanato y luego con sus óperas. Puede decirse que Anna Girò formaba parte de sus óperas, lo mismo que de sus viajes y de su vida. Hasta qué punto intimaron, es una duda que debió molestar particularmente a la alta moralidad del cardenal Tommaso Ruffo, que un buen día prohibió a Vivaldi su entrada en Ferrara por conducta inapropiada de un eclesiástico, en uno de sus viajes para preparar la representación de una ópera.

El 16 de noviembre de 1737, Vivaldi escribe a su protector el marqués Bentivoglio en los siguientes términos:

“Lo que más me preocupa es la mancha que su Eminencia, el cardenal Ruffo, ha vertido sobre estas pobres mujeres, por algo que se debería probar.”

Y continúa:

“Hace veinticinco años que no digo misa, y ya nunca la diré, no por orden o prohibición como Vuestra Eminencia podrá informarse, sino por mi propia decisión, y ello a causa de un mal que padezco de nacimiento y que me atormenta.

Apenas ordenado sacerdote, dije misa durante un año o poco más, y luego abandoné tras haber tenido que dejar el altar tres veces sin terminarla a causa del ese mismo mal. Por esa razón, vivo casi sin salir de casa, y sólo salgo de ella en góndola o en carroza, porque el mal, o la estrechez del pecho me impide caminar.

Ningún caballero me invita a su casa, ni siquiera nuestro príncipe porque todos están informados de mi condición. Normalmente, puedo salir nada más comer, pero nunca a pie. Ése es el motivo por el que no celebro misa. Fui a Roma para la ópera, tres carnavales seguidos, y como Vuestra Excelencia sabe, nunca solicité la misa, aunque toqué en el teatro y es bien sabido que Su Santidad misma quiso oírme tocar y me dedicó mil elogios. Fui invitado a Viena y nunca dije misa. En Mantua estuve tres años al servicio del muy piadoso príncipe de Darstadt junto con las mencionadas damas, que siempre fueron muy honradas por Su Augusta Majestad con la mayor amabilidad, y nunca dije misa. Mis viajes siempre fueron muy caros, porque siempre llevé conmigo cuatro o cinco personas para ayudarme.

Todo lo bueno que puedo hacer, lo hago en mi propia casa y en mi mesa de trabajo. Por consiguiente, tengo el honor de mantener correspondencia con nueve príncipes y mis cartas viajan por toda Europa. He escrito al Signor Mazzucchi que no puedo ir a Ferrara si no me permite quedarme en su casa. En resumen, todo esto es consecuencia de mi enfermedad, y las señoras mencionadas me son muy útiles por conocer muy bien mi dolencia.

Estas verdades son conocidas en la mayor parte de Europa. Apelo por lo tanto a la bondad de Su Excelencia para informar amablemente a Su Eminencia el Cardenal Ruffo, ya que el fracaso en esa empresa sería mi ruina total.”

Una semana después escribe de nuevo al marqués de Ventivoglio:

“En casa, no vivo con las Girò. Las malas lenguas pueden decir lo que quieran, pero Vuestra Excelencia sabe que en Venecia una es mi casa, que me cuesta 200 ducados, y otra, lejos de la mía, es la de las Girò.”

Su constante preocupación por el dinero resulta perfectamente comprensible como músico, profesión económicamente vulnerable. De Brosses dice en su carta: “Vivaldi se hizo amigo íntimo mío para venderme conciertos harto caros. En parte se salió con la suya, y yo también en lo que yo deseaba, que era oírle y disfrutar a menudo de buenas recreaciones musicales: es un viejo con una furia compositiva prodigiosa. Le oí comprometerse a componer un concierto, con todas sus partes, en menos tiempo del que un copista tardaría en copiarlo. He descubierto, con gran asombro, que no es tan estimado como se merece en este país, donde todo está y pasa de moda.”

Fuese porque había perdido el favor del público, o el de sus protectores; o por las dificultades financieras en las que se vio envuelto en su aventura operística; o por el incidente que le había creado el Cardenal Ruffo; o por cualquier otro tipo de problema con el que se pudiese topar, el caso es que en septiembre de 1740 decidió irse de Venecia para dirigirse a Viena, pasando de camino por Graz, donde estaba actuando Anna Girò. Es de suponer que en el viaje iría acompañado, quizás esta vez por su propia familia. Si había depositado esperanzas en lograr algún cargo musical en Viena bajo la protección del emperador Carlos VI, tuvo que desengañarse pronto al enterarse de su muerte el 20 de octubre, con la clausura obligada de todos los teatros durante un año en señal de duelo. No consiguió encontrar su lugar en la ciudad imperial, ni tampoco una conexión con otras ciudades como Dresde o Praga, donde había cosechado éxitos. Probablemente estuviese considerando volverse a Venecia. Un mes antes de su muerte vende unos conciertos a un particular. Y el 28 de Julio de 1741, muere por algún tipo de infección, y es sepultado con toda modestia el mismo día.

En septiembre aparece un epitafio en las Commemoriali Gradenigo, una especie de revista informativa acerca de las instituciones y personalidades venecianas, haciéndose eco de su muerte: “En un tiempo, había ganado más de 50.000 ducados; pero su prodigalidad desordenada lo hizo morir pobre en Viena”. Empezaba el olvido de Vivaldi en este mundo.



Epílogo:

En 1926 el rector del colegio salesiano San Carlo, en el pueblo de Borgo San Martino, región del Piamonte, decidió que había llegado el momento de reparar los desperfectos que el edificio había ido acumulando a lo largo del tiempo, y para financiar la obra pensó en sacar a la venta el montón de libros y manuscritos viejos y polvorientos de música que guardaban descuidadamente en la biblioteca del colegio. Llamó entonces al director de la Biblioteca Nacional Universitaria de Turín, Luigi Torri, para que tasara la colección, y éste le pidió opinión a Alberto Gentili, profesor de historia de la música en la universidad.

Gentili descubrió 14 partituras de Vivaldi, un compositor relativamente conocido, o poco conocido, en aquel momento. No queriendo que su hallazgo se dispersara entre diversos anticuarios, ni deseoso de que pasara a manos del Estado italiano, creyó que su destino debería ser la Biblioteca de Turín, que en aquel momento carecía del dinero necesario para adquirirlo.

Gentili se las ingenió para conseguir donaciones privadas con las que financió la compra de ese lote de documentos en 1927, que fue entregado a la Biblioteca. Examinando aquellos manuscritos, Gentili se dio entonces cuenta de que debería haber un segundo lote en alguna parte, y empezó a rastrearlo. Los libros y manuscritos de los salesianos había sido legados por Marcello Durazzo, perteneciente a una antigua y noble familia genovesa. Un par de años después consiguieron identificar al propietario del segundo lote y descubrieron 13 nuevas obras. Todo parecía indicar que la familia de Vivaldi había vendido el montón de partituras  después de su muerte como un sólo lote, y en algún momento la familia Durazzo se hizo con él.

Gentili gestionó de nuevo otra donación con la que financió la compra de la segunda parte, y lo entregó a la Biblioteca de Turín.

Sin embargo el descubrimiento no pudo salir a la luz hasta después de la guerra mundial: Gentili, que tenía los derechos reservados del estudio y publicación de la colección, era judío, y por lo tanto no podía acceder a ningún cargo académico según las leyes raciales del gobierno fascista de Mussolini. Gracias a esas donaciones consiguieron juntar 30 cantatas profanas, 42 piezas sacras, 20 óperas, 307 piezas instrumentales y el oratorio Judith Triunfante: en resumen, un total de 450 piezas que dieron una nueva dimensión a la extraordinaria música del cura pelirrojo.

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